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lunes, 7 de noviembre de 2016

miércoles, 19 de octubre de 2016

Ya no hay palabras

Leí ayer en un lugar que no recuerdo que no deberíamos llamar ansiedad a la angustia. ¿Lo que tengo es angustia? La verdad es que no lo sé, aunque en terapia aprendí que ponerle nombre a nuestras emociones es un primer paso para poder salir adelante.

Mucho he leído sobre las crisis de ansiedad que se dan, sobre todo en un entorno como el nuestro y que ya se ven como cotidianas. El lunes, por ejemplo, fui sola a comer y caminé desde la Unidad de Posgrado de la UNAM hacia el Vips que está del otro lado de Insurgentes. Le hablé a mi esposo mientras cruzaba el puente peatonal y entre la seriedad y la esperanza de que sólo fuera el fatalismo que me distingue le dije “te hablo porque si no me vuelves a ver, por lo menos sabes que pasé por aquí”. Así, tan normal, tan campante, tan cotidiano. Me pidió que no le colgara hasta que llegara al restaurante, como si a través del teléfono me pudiera defender de cualquier hombre (y no digo persona, porque hay que nombrar las cosas que las estadísticas respaldan) que se le ocurriera que en ese momento mi vida no vale nada. 

Yo no sé si lo que siento cuando veo lo que sucede en el Estado de México, en el país, el el resto del continente, se llama angustia porque también aparece la impotencia, el enojo, la tristeza. Hoy decidimos llamarlo el miércoles negro, pero parece que la oscuridad nos persigue por donde vamos por el simple hecho de ser mujeres. 

Cruzando de regreso hacia la Unidad de Posgrado, le volví a marcar a mi esposo para sentir un poco de compañía. En mi recorrido, la única agresión que sufrí fue de uno de los taxistas que rondan la universidad, quien me tocó el claxon, bajó la ventanilla y me acoso verbalmente. ¡Qué suerte! Por lo menos no se bajó a atacarme.


No se si a eso se le pueda llamar angustia o nos tenemos que inventar otra palabra. 

¿Cómo nombramos esto que nos saca el aire cada vez que salimos a la calle?

jueves, 8 de octubre de 2015

Praegnatio mentalis

(Escribí este cuento en enero del 2011)

Las náuseas matutinas lo cambiaron todo. El simple contacto con una paloma los había hecho experimentar la sensación más extraña de todas sus vidas. No se puede mentir, no todos eran vírgenes, pero todos pertenecían al sexo masculino, cosa que hacía de este suceso algo sobrenatural y maravilloso.
Hacía tiempo que esta reunión no duraba tanto ya que desde hace mucho no había una verdadera decisión que tomar, pero esta vez no estaban de acuerdo con nada y sus lealtades se encontraban del todo divididas: en ciento diecisiete fracciones, para ser exactos. Todo sucedió después de entontar el Veni Creator
Ya habían pasado quince días desde la muerte del gran jefe de estado, el magnánimo señor encargado de cuidar del espíritu del mundo entero. Por primera vez se preguntaron por qué el mundo seguía girando y la gente caminando con un alma feliz al haberse quedado todos sin su sumo pontífice.
Regresando al asunto. Después de entonar juntos aquella canción con la que llamaban  al espíritu santo, de una manera casi mágica, voló una paloma por encima de todos ellos, cagando de paso al Cardenal Mariano, quien tomó dicha acción como un buen detalle de su señor. El caso es que todos, los ciento diecisiete cardenales, se encontraban reunidos en la  Casa de Santa María, listos para escribir el nombre de su predilecto en aquellos papelitos. Llegó la hora del primer conteo: cada uno de los cardenales recibió un voto. Empate general. Humo negro para todos.  Como dictan las leyes, debían esperar hasta el día siguiente para realizar el próximo escrutinio.
Pasaron el resto del día en una pequeña reunión que no lograba ocultar la tensión existente entre todos, ya que cada uno sentía ser el merecedor del tan deseado título que  pondría al ganador a la cabeza de una de las naciones más ricas del mundo. Luego amaneció y ninguno pudo ocultar la sensación de iluminación divina, matizada con la luz dorada que entraba por el pequeño resquicio de la ventana como una señal. Cada uno sentía por dentro que el señor había depositado una semilla de fe única, canjeable por el poder terrenal más prodigioso.           
Siguiente escrutinio: empate general. Amanecer. Escrutinio. Empate. Amanecer. Escrutinio. Empate…
Llegó el trigésimo amanecer, todos estaban resignados a seguir con estas pequeñas vacaciones. La mayoría de los cardenales sentía ya una desesperación casi incontenible, ya que el cuerpo comenzaba a exigir la práctica de ciertos hábitos biológicos que ninguno se atrevía a confesar. Todavía faltaban algunas horas para la siguiente votación y todos mantenían una firme convicción en que su primera decisión era la correcta. Nadie merecía más el voto que cada uno de ellos mismos. Sin embargo, algo digno de recordarse para la posteridad sucedió aquel día.
Mariano manifestó a uno de sus rivales tener nauseas todas las mañanas y un misterioso vientre inflamado cada vez más redondo. Todo eso, afirmaba él, había sucedido a partir del momento en el que el espíritu santo lo tocó al entonar el Veni Creator y al ser cagado por la paloma divina. Estaba seguro de que dentro de su cuerpo tenía la prueba máxima: él debería ser el siguiente elegido.
Al contrario de lo que la mayoría podría pensar, no sintió vergüenza alguna al confesar esto al resto de sus compañeros, quienes inmediatamente tacharon tal hecho de imposible y la mera aseveración de indignante ¿Quién se iba a creer la tontería de que la cagada de un pájaro crearía vida divina dentro de un hombre? La respuesta es diez, que fue el total de votos que Mariano recibió para ser el siguiente Papa. Éstos, evidentemente, no eran suficientes para dar por concluido el Cónclave. Humo negro.
Otros tres días pasaron y Mariano recibía cada vez más votos. Al parecer la imagen de un hombre de avanzada edad tejiendo chambritas es algo que enternece a cualquiera y, al pasar de los días, ya no parecía tan descabellada la idea de que un espíritu depositara su fantasmal esperma dentro de un ser humano, después de todo, hay que creer en cualquier cosa para ser un hombre de fe. Sin embargo, justo cuando el futuro padre estaba por cantar victoria, un cardenal más se le unió en las visitas matutinas al baño. Pablo, uno de los más viejos, también afirmaba sentirse total y absolutamente embarazado por el espíritu santo. Muchos creyentes neomarianos (como no habían tardado en denominarse) se mostraron atónitos e indignados ante la posibilidad de pensar en el espíritu santo como un ente promiscuo. Otros tantos confiaron más en la edad de Pablo y se mostraron sumamente preocupados por el riesgo que implicaba dar a luz a su edad. Las peticiones por un médico no se hicieron esperar, pero hay reglas que no se pueden cambiar: sólo las palomas representantes de dios y los indispensables sirvientes pueden irrumpir en el sacrosanto lugar donde se lleva a cabo tan importante elección.
Los siguientes votos se encontraron muy reñidos, de pronto había una rivalidad seria y una posibilidad de acabar con este martirio. De los ciento diecisiete votos, treinta y tres fueron para Mariano, treinta y dos para Pablo y el resto para cuarenta y dos cardenales distintos. En este momento  surgió una cuestión esencial:  después de siglos de misoginia clerical, parecía imprudente por parte de estos dos cardenales adoptar el rol concedido sólo a ese sexo indigno de una comunicación directa con su dios. Parecía para todos evidente que para poder gestar un ser en su vientre, ambos hombres debían haber desarrollado un aparato sexual femenino, provocando así una pérdida de razonamiento necesario para la comunicación con dios. No debemos olvidar que la ciencia clerical parece haber probado una relación inversamente proporcional entre la cantidad de estrógeno dentro del cuerpo y de neuronas en el cerebro.
Por otro lado, parecía demasiado apresurado que el vientre de estos hombres estuviera creciendo tan rápido. Si en verdad habían sido embarazados por el espíritu santo, tan sólo llevarían un mes de proceso. Es bien sabido por todos que las primeras semanas no son notorias. La duda inundó sus mentes y consideraron la posibilidad de que estos hombres hubiesen estado embarazados, con pleno conocimiento, antes de comenzar el cónclave, lo cual convertía a los frutos de su vientre en meros bastardos.
Muchos incluso propusieron que tanto Mariano como Pablo fueran expulsados y se les excomulgara, era una idea que muchos consideraron de forma seria, pero que fue rápidamente desechada ante la luz de los hechos que sucedieron al embarazo de Pablo. Los cardenales comenzaron a tener los mareos matutinos uno tras otro. Sus vientres comenzaron a hincharse tanto que poco a poco los pantalones comenzaron a amontonarse por las esquinas, inservibles del todo. Humo negro seguía saliendo de la capilla mientras estos hombres de fe tejían chambritas a escondidas de todo el mundo.
Entonces llegó el momento en el que los escrutinios retomaron las estadísticas originales: un voto para cada uno. Una vez más, cada uno de estos individuos se sentía el ser más especial de la creación. Desecharon, por lo tanto, la idea de ser descalificados de la competencia sólo por tener una pequeña característica femenina. Juntos se sentaron por horas a decidir los nombres de sus hijos y vetaron, por completo, la posibilidad de llamar a alguno de ellos Jesús; eso sí que sería inapropiado.
Luego, sostuvieron largas conversaciones teológicas acerca del concepto de la trinidad, y como (evidentemente) éste tendría que cambiar. En ese recinto habían ciento diecisiete semillas de dios germinando en hornos poco convencionales. El principal problema era el arreglo en el que la divina familia se sienta de manera tradicional, el hijo a la derecha y el espíritu santo a la izquierda. ¿Que ícono podría construirse con otros ciento diecisiete varones que necesitaban distribuirse alrededor del padre?
Una nueva redacción del credo habría de ser hecha, labor a la que se volcaron de inmediato los más literatos que se sentían poetas. El problema era sintetizar algo fácil para que el pueblo lo recordara, tal vez lo más conveniente sería que los ciento diecisiete nuevos nombres rimaran el uno con el otro; o tal vez crear un villancico pegajoso para enseñarle a los creyentes desde niños, donde uno de los hijos tuviera la nariz roja.  
Pasaron los meses teniendo este tipo de discusiones, hasta que empezó a transcurrir el noveno mes y un problema principal les pareció evidente: ¿Cómo iban a dar a luz?  Seguramente cada uno de ellos necesitaría el apoyo de una partera que les guiara durante todo el largo y temido proceso, pero no podían permitir la entrada de más personas a la capilla hasta haber elegido al nuevo Papa y la naturaleza misma del cónclave les prohibía la salida de una manera absoluta. Ciertamente, los bebés no podían ser recibidos en este mundo por los pocos sirvientes que compartían el cautiverio con los cardenales. Después de muchas discusiones decidieron que un parto no podía ser algo tan difícil y que lo harían ellos mismos. Por otro lado, podría resultar una situación difícil si se presentaban partos simultáneos. Lo más lógico resultaba elegir al Papa de manera rápida e ir a refugiarse en la privacidad de un hospital; pero ninguno  parecía dispuesto a ceder y no podían cambiar las reglas lo suficiente como para permitir que ciento diecisiete cardenales asumieran el poder del Vaticano. Por lo tanto, llegaron a un acuerdo propuesto por Mariano. Era evidente que todos habían sido fecundados al mismo tiempo, el momento en el que la paloma sobrevoló el techo. Que algunos mostraran los síntomas más rápidamente era normal, así funcionaban los embarazos ¿Acaso no existían los casos de mujeres que lo notaban ya cuando tenían cinco meses con un bebé en sus adentros? Todos prometieron que su voto absoluto iría para el primero en dar a luz.  
Conforme pasaron los días, los cardenales comenzaron a hacer todo tipo de cosas raras, como correr alrededor de la sala por varios minutos o comer mucho picante. Era claro que esta era una competencia y sólo el mejor ganaría, así que no dudaron en probar todos los trucos que conocían de oídas para dar a luz de una manera más rápida.
Mientras tanto, el humo negro seguía saliendo de la capilla.
Los nueve meses se cumplieron y nada. Ciento diecisiete hombres redondos se encontraban ansiosos, esperando sentir algún dolor en el estómago o que algún tipo de agua saliera de su cuerpo. Todos se observaban de una manera sospechosa, como impidiendo que alguno de ellos hiciera alguna trampa siniestra.
Fue entonces cuando Antoine, el más joven de todos, se dobló del dolor. No podía parar de gritar y el sudor escurría por su frente como si se estuviera exprimiendo. Todos los cardenales hicieron espacio para que  pudiera respirar y entre dos de ellos lo recostaron cómodamente en un sillón, ordenándole que abriera las piernas. Ninguno de los hombres presentes ahí había considerado el problema con el que se toparían los dos pobres cardenales que actuaban de parteros ¿Por dónde saldría el bebé? No quisieron expresar este pensamiento en voz alta, porque estaban seguros que si Antoine consideraba por un momento el tamaño de “sus salidas” se iba a morir del susto. Entonces decidieron seguir con la actuación. Le pidieron a Antoine que pujara cada vez que sintiera una contracción y que respirara profundamente, incluso aseguraron estar viendo ya la cabeza del niño, cosa que lleno de lágrimas los ojos del cardenal. El miedo comenzó a reflejarse en todos los hombres que estaban contemplando el espectáculo alrededor. De golpe, se dieron cuenta de que más temprano que tarde estarían todos en el lugar del pobre Antoine, con un hijo atravesado y sin una anatomía correcta para su expulsión. Se retorcieron de dolor sólo de imaginar por donde tendrían que salir estos bebés, y por un momento consideraron que el derecho a decidir sí podría ser un acto piadoso de dios. 
La mitad de ellos se hincaron  ahogados en llanto a rogarle a su señor que desaparecieran esos hijos de su interior. La otra mitad parecía tener un ataque de pánico que los hacía gritar con un tono tan agudo que difícilmente sería alcanzado por una mujer, mientras Antoine seguía pujando y sus dos parteros trataban de guardar la compostura.
 Fue entonces cuando llegó la luz.
Del ombligo de Antoine comenzó a salir agua, mucha agua. Su estómago comenzó a desinflarse, dejando como estrago una flácida piel llena de estrías. Sus dos parteros se quedaron perplejos, dándose cuenta de todo. En efecto dominó y como por arte de magia los más de cien ombligos reunidos comenzaron a expulsar cientos de litros de agua. Los cardenales se desinflaron por completo, dejando el piso del recinto total y absolutamente inundado.
Después del gran chubasco, se hizo un silencio glaciar. Ninguno de ellos sabía qué hacer o qué pensar realmente. Antes de que acabara el día debían hacer la siguiente votación. Por una no tan extraña coincidencia y como por reconocimiento al gran valor mostrado al enfrentarse a lo que ningún ser humano debería ser sometido, Antoine recibió la gran mayoría de los votos. Humo blanco.
Antes de salir ante el mundo a presentar al nuevo Papa, todos los cardenales acordaron guardar en máximo secreto lo sucedido durante los últimos nueve meses. Estaban tremendamente avergonzados, pero con una extraña felicidad. Ninguno de ellos podía dejar de pensar  “Gracias a dios que no existen los milagros”.




*Todos los textos de este blog están registrados ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor. 

domingo, 4 de octubre de 2015

La memoria indómita

La memoria habita en la calle de Regina, número 66. 

Ahí está el Museo casa de la memoria indómita, donde un guía da la bienvenida ejerciendo el poder de la palabra. Explica desde la entraña cómo se han documentado los casos de desapariciones forzadas desde 1969, cómo el gobierno anula a las personas incómodas, cómo las madres y padres recuerdan a sus desaparecidos hasta donde el cuerpo les da vida.


Durante el recorrido se escuchan testimonios de personas torturadas por las agencias de poder, se camina por diversas salas donde se rememoran matanzas como la de 1968 y 1971 y se convive con el sentir de los familiares de todas esas personas ausentes. 

La única justicia a la que aspiran las familias que crearon el museo es la que el pueblo mexicano les pueda dar: del gobierno ya no esperan nada. Y esa justicia viene exclusivamente de la memoria, de las ideas que se encuentran como semilla en el museo y que pueden hacer eco en todos los rincones del país. 



El Archivo General de la Nación resguarda los nombres de muchos desaparecidos. Están catalogados como criminales: el discurso del Estado busca que su conocida “verdad histórica” quede  para la posteridad. Los responsables buscan que el olvido caiga sobre los nombres de los desaparecidos. 
No lo debemos permitir.

Si acaso, lo que debe quedar en el olvido son los nombres de los verdaderos criminales; del de la guayabera y el otro, asesinos de Tlatelolco, el que lloró como perro, el que no sabe ni leer. ¿Por qué permitimos que hasta las calles que marcan nuestros pasos lleven sus nombres? Ojalá los que siguen vivos tengan el castigo preciso, pero si no les llega la justicia, que les llegue nuestro olvido. Recordemos en su lugar a Rosario Ibarra de Piedra y a su hijo Jesús Piedra. Recordemos a Julio César Mondragón aunque hayan querido arrancar su rostro de nuestras memorias. Rememoremos a todas las personas que hoy nos faltan.

Ellos arrancan a miles de esta tierra. No dejemos que también nos arranquen su memoria. 











jueves, 1 de octubre de 2015

Septiembre



No me gusta septiembre. Los 30 días, la ciudad tiene las arterias tapadas porque inician las clases, porque hay fiestas, porque los ríos y lagos claman su lugar en nuestra ciudad lluvia tras lluvia. 

Es el mes en el que recordamos las ausencias y los vacíos: vivimos el nacionalismo hueco el 16, respiramos la falta de los que quedaron enterrados el 19, lloramos por los que hoy nos faltan el 26.

Septiembre duele.

No, no me gusta septiembre. 
 


  

martes, 29 de septiembre de 2015

La ciudad que olvida

Cuando se anda se tejen los pasos. Lo mismo pasa cuando se escribe y se entrelazan las palabras que crean imágenes en nuestra mente. Las banquetas están llenas de memorias que se agrietan, se ensucian, se mojan y luego desaparecen entre el barullo urbano. 

Fui a conocer la tumba de Hernán Cortés hace unos días. Ahí, escondida en la iglesia de Jesús Nazareno, junto al hospital del mismo nombre, a la izquierda del altar, está el hombre que marco esta ciudad, este país. Lo odiamos, en serio que lo odiamos. Tanto que lo castigamos con el olvido de su restos, le ponemos sobre la cabeza un Apocalipsis inconcluso y luego lo ignoramos como se ignoran los malos sueños. 

José Clemente Orozco "Apocalipsis" Circa. 1944
Podemos caminar sobre la calzada más antigua de nuestro continente, repasando los pasos del conquistador y al mismo tiempo ignorar la memoria de los caminos, como ignorando los recuerdos de nuestro propio cuerpo. Nos quedan las palabras y el andar para seguir construyendo la ciudad. Nos quedan las letras que se acomodan en el asfalto tal como lo hicieron ese 1519, cuando el cuerpo inerte que ahora se encuentra a la izquierda del altar escribió la primera carta de la ciudad estridente sobre la cual andamos.

Nos queda la memoria.   

domingo, 6 de septiembre de 2015

La compasión por las representaciones


Dicen que la foto de Alayn Kurdi puede cambiar la forma de pensar del mundo. Está acostado y parece que duerme abrazando la arena. Su rostro no nos mira y quizá por eso vemos en él tantos reflejos. Nos conmociona ver las suelas de sus zapatos que no pisan la tierra: nos podemos imaginar los caminos andados y los que ya no serán.  Duele ver a un niño de tres años muerto porque es el mayor símbolo de inocencia y me atrevo a decir que de humanidad. En este caso, sabemos que se llama Alayn como una excepción digna de ser mencionada: porque los migrantes pierden hasta el nombre, por ejemplo, pensemos en los niños solos y anónimos que cruzan México diario.

Un texto de The Guardian analiza el poder que tiene una imagen para cambiar algunas percepciones. ¿Será entonces que lo que necesitamos en México es tapizar las calles de fotos de los niños migrantes para lograr un poco de compasión? ¿Será que no bastan las imágenes de niños vendiendo dulces y haciendo malabares que golpean el ojo en cada semáforo? ¿Necesitaremos hacer espectaculares de niños sicarios y otros tantos desplazados por la guerra mexicana?

Al final, no basta con enternecerse con la imagen de un niño. ¿Hasta qué punto es útil empatizar cuando hay una cámara o un vidrio de por medio? Si algo pueden lograr las imágenes, es tal vez confrontarnos con nosotros mismos. Nos obligan a vernos en el espejo y asumir que nuestra sociedad, nuestros principios, están rotos. Ojalá que el mismo asombro y escozor que causa la foto de Aylan nos acompañe cuando caminamos por nuestras calles, porque cuando no nos sorprende que un niño que apenas alcanza a asomar la mirada por la ventana de un coche esté vendiendo dulces para subsistir, nuestra humanidad se descose. 













lunes, 31 de agosto de 2015

Páginas y kilómetros: de cómo bajar el paso me hizo crecer como persona

Soy corredora, persona de letras y a veces intento ser escritora. Para ser todo eso, me había tardado en hacer mi post de "por qué amo correr". Pregunta con la que que nos topamos, en esas u otras palabras, las personas que corremos, que escribimos, que nos dedicamos a la literatura o al arte: ¿Por qué haces algo que a MÍ me parece tan inútil?

Tan difícil es explicar por qué una decide dedicarse a las letras como poner en palabras por qué una decide correr. Ya Murakami (ese autor amado por tantos y odiado por otros) escribió sobre los paralelismos que hay entre el oficio de un novelista y el de un corredor, pero no sé si se pueda entender una actividad u otra sin siquiera intentar practicarla. No hay nada que yo pueda decir que describa la sensación de terminar tu primer 5k, 10k o 21k. Es como tratar de explicar la emoción de ponerle el punto final a una tesis a alguien que jamás ha escrito una. En cuanto a las carreras, a veces siento que bastaría con pararse en la meta de una carrera para comprender la emoción que provoca: ver los ojos de las personas que la cruzan, poner atención en las llamadas que hacen cuando recogen su medalla y escuchar cómo se quiebra la voz de felicidad al decir "ya terminé". 

Intentaré explicar por qué amo correr contándoles mi mes de agosto del 2015, en el cual corrí 2 maratones en dos semanas. Al inicio del año no sabía que esto iba a pasar. Mi yo de hace unos meses jamás hubiera pensado que esto era posible. 

Ahora sí, ¿por qué corro? 

Amo correr porque puedes gritar con las piernas lo que no te sale con la garganta 
Para el maratón de Helsinki decidí llevarme una playera que sirviera para informar un poco sobre lo que pasa en México.
 En algún momento pensé comprarme una playera de la selección o simplemente escribir México para que la gente me ubicara, pero entre más se acercaba el tiempo, más me parecía un gesto vacío, un disfraz que sólo me iba a estereotipar sin aportar nada. Gran parte de mi investigación literaria se centra en comprender cómo funcionan las representaciones y decidí que quería que mi imagen en Helsinki tuviera un valor. Durante la carrera no escapé del estereotipo, ya que las personas me gritaban "Arriba, arriba" palabra que parece sacada de Speedy González o el clásico "Viva México". Al final valió la pena ponerme una playera con carga política ya que varias personas se acercaron para preguntarme más acerca de lo que pasa en México, lo cuál me dio una enorme alegría.

Unas semanas antes de este maratón sufrí un asalto y sólo días antes nos despertamos con la noticia de los asesinatos en la Narvarte (además de las miles de terribles noticias diarias). Es fácil olvidar que hay algo bueno en un país que trata así a su gente, pero correr en Helsinki me ayudó a poner en perspectiva muchas cosas, como que solemos dar por hecho la calidez y el gran corazón de muchas personas en este ciudad.  Me explico, antes de correr el maratón cometí muchos errores, como caminar unos 35K en los dos días anteriores mientras "turisteaba". Inicié la carrera con los pies deshechos y con las piernas llenas de dolor. La carrera comenzó a las 3 de la tarde y el sol veraniego, que se mueve lento en esas partes del mundo, me mató por 4 horas. Sus puntos de hidratación fueron pésimos. 
En cada kilómetro agradecía los ánimos de las pocas personas que salen, pero no podía dejar de pensar en mi primer maratón en la Ciudad de México: extrañé mi país con esa gente que saca mesas y charolas llenas de hielos, agua y dulces en Insurgentes, lo cual me lleva a mi siguiente punto.


Las carreras te muestran que existe bondad en el mundo

En una sociedad rota como la nuestra, hay días que he considerado que no existe gente capaz de hacer el bien. Me ha tocado ver las caras largas de las personas que odian que se organicen carreras en la ciudad; incluso las he visto aventar huevos (y hasta el coche) a los corredores. Me parece que es parte del círculo de violencia e intolerancia de nuestro país que se replica en estos eventos. Aún así, existen otras miles de personas que nos demuestran que las cosas pueden ser diferentes. 

En el maratón de la Ciudad de México somos 30,000 corredores, pero muchas personas más salen a las calles a regalarnos su voz, sus letreros, miel, agua, hielos, vaselina y todo lo que piensan que nos podría ayudar. Salen músicos, cocineros, salen las niñas con sus papás a aprender lo que es la generosidad. Salen niños con sus mamás a ver cómo se puede ser un mejor ser humano al reconocer la otredad, al empatizar con aquella persona que no conozco, pero que igual apoyo en su camino. 

Además están las porras de la gente querida. Ver a las personas que más quieres gritando tu nombre y dándote ánimos es una emoción indescriptible porque sabes que aunque no les guste correr, entienden lo que significa. Comparten el cansancio de tus piernas, tu sed. Te dan todo el cariño del mundo para que llegues a la meta y cuando por fin llegas, esas personas van contigo. 


Nunca he aprendido tanto de mí misma como en los fondos

Los días siguientes al maratón de Helsinki pusieron a prueba la fuerza de mi cuerpo. La deshidratación que sufrí en esos 42K no me dejó dormir y al día siguiente tomé un avión "en vivo" para San Petersburgo. Así, sin dormir y cansada, me lancé a conocer el Hermitage y otras calles de la ciudad. El cuerpo da para mucho más de lo que le damos crédito: es un hecho. 

El maratón de la Ciudad de México me tenía muy emocionada porque estaba decidida a no cometer los mismos errores que en Helsinki; además, correría  a una hora a la que estoy acostumbrada, con una buena hidratación y el mejor ambiente del mundo. Mi entrenadora me mandó la estrategia y decidí seguirla, aunque me sorprendió que del kilómetro 5 al 10 me pedía ir muy, muy rápido. En el kilómetro 20 sentía la presión por palabras que me habían dicho días antes,  por la estrategia de la carrera que debía seguir y sentía el peso de la hipercompetividad que es la cruz de muchos corredores. Era mi segundo maratón en 15 días y me estaba exigiendo a mí misma como si fuera el primero, basada exclusivamente en un juego de correr sólo por los aplausos y las miradas ajenas, correr por alguien exterior a mí.  

Existimos en una sociedad que todo lo vuelve una pugna, desde el trabajo hasta las labores artísticas. No hay momento ni pausa para crear ni disfrutar por el simple hecho de estar vivas. Correr también se ha vuelto objeto de consumo y aunque soy la primera en defender los beneficios de que se explote un estilo de vida sana (en un mundo en el que se explotan muchas cosas más), me queda claro que no es la razón por la que yo lo hago.

Así es que mientras iba con paso apretado en el Maratón de la Ciudad de México me topé con dos opciones: podría seguir con ese mismo ritmo, sacarle toda la fuerza a mis piernas sin pensar en las consecuencias y seguramente la meta estaría ahí mucho tiempo antes. En este primer escenario la que llegaría al estadio de CU sería otra, no yo. O bien podía detenerme, disfrutar de los que estaba viviendo: mi segundo maratón. Si elegía la primera opción, sería una mujer que valora más lo que piensan de ella, que lucha por cubrir más expectativas externas que propias. Sería una persona que jamás quiero ser. Así, totalmente consciente, tomé el segundo camino y bajé el paso. Y al correr más lento, al dejar del lado las presiones externas que nunca me han servido, comencé a disfrutar de los mejores kilómetros de mi vida y me aseguré de que la que cruzara la meta fuera yo, el ser humano que quiero ser.  


Correr fondos da lecciones de vida

Hoy, a menos de un día de correr mi segundo maratón en 15 días, me siento entera. No hay una sola lesión ni dolor en mi cuerpo y sé que tomé la decisión correcta. Puedo decir que la que termina ese reto es una persona distinta a la que lo comenzó. No sé si puedo decir que una mejor persona, pero definitivamente una persona más feliz, capaz de encontrar fuerza en sí misma y de no perderse en el camino. Espero lograr esto con todos los otros aspectos de mi vida, mientras tanto, me esperan páginas y kilómetros por recorrer. 

martes, 3 de marzo de 2015

El patíbulo


Leí una noticia. Un pasajero mató de un balazo a un hombre que se subió a asaltar el camión en el que se encontraba. En los comentarios de la nota la gente lo aplaude, lo llama héroe: "todos deberían hacer lo mismo, dicen, todas las ratas deben morir". Y así, con ese trueque léxico, se perdona todo. El muerto no es un hombre, sino un animal despreciable. Deja de ser una persona con familia, con pasado, parte de nuestra sociedad nos guste o no. Así de fácil y a través de una pantalla, los comentaristas de la nota se regocijan en la sangre de aquél que estaba condenado a muerte: porque en México está condenado a morir de plomo el que se niega a morir de hambre, porque en México nacimos en el patíbulo. Cuando no somos el público que vocifera y clama por la vida del otro, somos el que está  con la nuca saludando al verdugo.

sábado, 18 de octubre de 2014

Mujer semilla

A Juan lo mató un dolor de muela. La intenté extraer una y otra vez con todas las fuerzas que me quedaban. Estaba arraigada y nunca lo soltó hasta que sus encías secas de muerto le dejaron de servir. Primero lo volvió loco y luego logró que me rogara por su muerte. El peor temor de Juan era sucumbir en la calle y quedar momificado en la banqueta para que todos le pasaran por encima. El mío era quedarme sola de verdad, que el dolor lo matara lejos de casa y yo terminara así, sin siquiera el cuerpo de mi esposo que me hiciera compañía.

Por ese entonces ya era difícil encontrar alimento. La tierra muerta era nuestro reflejo perfecto. Estaba ahí y sólo servía para marcar los pasos, pero nada vivo salía de ella. La gente se moría en la calle como si fuera chupada por el pavimento y nadie se molestaba en recogerlos. Se quedaban ahí, encajados como fósiles sin podrirse. Curiosamente, todos morían con la boca cerrada, lo cual hacía imposible mi labor de buscar piezas valiosas dentro de sus bocas.

Pero Juan murió con la boca abierta, ofrendándome su interior. En su lengua marchita reposaba la muela, retándome a que la aventara lejos de ahí. Lo enterré en lo que alguna vez fue nuestro jardín. Él es mi muerto y de nadie más. Sepulté a Juan debajo de donde existió el limonero y a la muela en la esquina opuesta: la odiaba, pero había sido parte de él y no encontré el valor para deshacerme de ella.

Desde que cercaron la ciudad, los días pasaron como procesión de muertos. Los objetos cotidianos se desvanecieron primero y después la comida comenzó a escasear. Algunas personas se aferraron a cosas como los coches. Cuando aún había alimento, no era raro ver a los conductores prometiendo un pan a la gente a cambio de jalar sus autos como si fueran caballos. A mí nunca me molestó no tener ni una bicicleta. No hay necesidad de ir tan lejos. No hay para qué. Ya no existen los dóndes.

Juan no me creyó cuando le dije que la ciudad se iba a cerrar definitivamente. Más allá de ella sólo quedaban los muertos rellenos de plomo y un mundo que contempló nuestro fin sin importarle. El aeropuerto fue lo primero en clausurarse, y cuando eso pasó, muchos se fueron a buscar a los familiares que pensaban que les quedaban en provincia. Dicen que ellos se hicieron de las armas que se iban encontrando en el camino y que ahora sus cuerpos están regados por los caminos de lo que alguna vez fue nuestro país.

Nos gustaba caminar por las calles moribundas. Al principio, veíamos cómo la gente cazaba perros como queriendo no alcanzarlos. Cuando los agarraban, sólo les veíamos la sonrisa acartonada y los ojos de arrepentimiento.

No tardamos en ver a la gente matándose entre sí por un poco de agua. De vez en cuando pasaban unas pipas que mandaba lo que aún llamábamos gobierno para la gente que tuviera algo que dar a cambio. El resto de las personas anhelaban la lluvia para llenar tinas y cubetas. A veces, logré conseguir agua potable a cambio de sacar unos cuantos dientes adoloridos. Es todo lo que hacía ya: desenterrar dientes como si fueran malas yerbas.

Poco después de la muerte de Juan, se volvió más difícil conseguir comida. Cambié mi anillo de compromiso por un gato magro y un kilo de sal. Sólo salía de casa para buscar comida. Con tal de comer, una puede ignorar el olor a gente rancia, a sudor moribundo, a la mugre de días.

Esa carne duró un tiempo, pero fue la última que comí. Sola me resultaba más difícil salir a conseguir comida. No podía dejar la casa abandonada por mucho tiempo y arriesgarme a que un grupo me despojara. Me quedaban mis libros, por lo menos, y trataba de disfrutar de ellos leyéndole en voz alta a Juan. Después de una semana sin conseguir alimento, terminé por comer unas cuantas hojas, pero no pude seguir, no tanto por el sabor o lo difícil que es masticarlas, sino porque sentía que con cada bocado, con cada palabra devorada, me comía lo poco que me quedaba de humana. Fue ese día cuando noté el verde sobre el lodo que cubría la muela. Era un retoño demasiado pequeño como para poder distinguir de qué se trataba, pero definitivamente era algo vivo. Pasaron los días hasta que poco a poco, el brote fue teniendo forma. Ya no tuve duda: se trataba de un maíz.

Cuando estuvo suficientemente grande lo corté y lo eché a hervir sobre un poco de agua de lluvia. Estaba suave y lleno de pulpa. Mis labios secos se arrastraron sobre la superficie carnosa mientras dentelleaba los granos, dándole vueltas. Recordé la boca de Juan y a su saliva humedeciendo mi cuerpo entero mientras giraba en la cama.

Estaba absorta en la remembranza cuando un viejo conocido tocó a la puerta. Casi no lo reconocí con el rostro chupado y los harapos sin forma. Olía bastante mal, considerando que ya estábamos acostumbrados a los peores hedores. Su cara estaba desencajada y su mano no paraba de sobar su mandíbula saltona. Extendió su mano ofreciéndome un pedazo de pan rancio, que quién sabe de dónde sacaría. Era todo lo que tenía para darme a cambio de la extracción de una muela que estaba acabando con su cordura. Pensé otra vez en Juan, en su dolor, y no tuve corazón para aceptar el pan que me ofreció.

Cuando estuve sola con el molar recién extraído, decidí probar suerte y sembrarlo. El efecto fue mucho más rápido que la primera vez, y a la mañana siguiente ya tenía una planta bastante alta, lista para ser comida. Tuve la idea de hacerme de más semillas. Tomando en cuenta que la muerte era egoísta y hacía que los cadáveres sellaran sus bocas como guardando en secreto todos sus pecados, se me ocurrió ofrecer un poco de maíz a cualquiera que estuviera dispuesto a darme uno de sus dientes húmedos.

En esta ciudad la palabra comida es más fuerte que el olor de cualquier guisado, y la mañana siguiente ya había una fila inmensa de personas esperando en mi puerta, rogando por un pedazo de maíz.

Así comencé a cosechar. La gente se formaba afuera esperando a que yo abriera el nuevo negocio. Una sola vez hubo un asesinato: un hombre trato de meterse en la fila. La verdad no sé si haya sido por abuso o porque simplemente ya no recordaba lo que eran las filas, pero la gente se le fue encima, arrancándole pedazos de carne con los dientes para después escupirla y lo dejaron ahí, estampado en mi banqueta como un recordatorio del canibalismo que en realidad siempre estuvo presente en esta ciudad.

Amenacé con no darle más maíz a nadie, y por un momento pensé que la turba se me iba a ir encima, pero sólo me miraron con sus ojos cristalinos de animal arrepentido y volvieron a la fila tranquilos y en paz. Me sorprendió lo fácil que había sido controlar a la masa de mandíbulas que hace unos instantes habían desmenuzado a un ser humano. Luego pensé que tal vez ya no quedaba alguien a quien se le pudiera llamar así.

Me alegré por primera vez en mucho tiempo: había conseguido otro medio de sustento en este nuevo mundo en el que ya nadie necesitaba enderezarse los dientes o tratárselos. Las personas me daban sus dientes y yo se los devolvía hechos maíz. Por supuesto, yo ya no pasé hambre.

Pero en esta ciudad, ya nada bueno podía durar y la esterilidad que abandonó a mi tierra se apoderó de las bocas de las personas. Las filas se fueron haciendo más cortas. Poco a poco me quedé sin semillas que plantar.

La gente dejó de formarse en mi puerta y yo tuve que atrincherarme para escapar de su ira. Un muro hecho de muebles fue suficiente para la debilidad de esos esqueletos forrados. Por la ventana pude ver cómo algunos llegaban a aventar el maíz en mi acera y, los que me alcanzaban a ver, me enseñaban cómo sus bocas, al sentirse inservibles, se negaban a volver a abrir. Sus mandíbulas estaban trabadas y ni siquiera podían hablar. Sus orificios se negaban a abrir de nuevo. No sólo los dejé sin dientes: les quité las palabras.

Decidí guardar el maíz que me quedaba el tiempo que durara y me resigné a vivir encarcelada en este hocico obscuro que alguna vez llamé casa. Mi acortado estómago no pudo seguirle el ritmo a la descomposición del alimento, por lo que terminó por echarse a perder, dejando sólo un olor a boca añeja.

Me saqué la primera muela con relativa facilidad y de ella salió una mazorca flaca y sin mucha consistencia. La mastiqué lentamente y logré que me durara un par de días. Con cada diente mío que sembraba, la cosecha era más estéril y dura. La última muela acompañaba una succión espantosa en mi estómago. De ella salió el maíz más grande y abundante que haya visto en mi vida, pero parecía de porcelana. Lo herví mucho para ver si mis encías huérfanas lograban hacer llegar a mi estómago los granos. No lo logré. Al primer intento, mis labios se estrecharon para no separarse jamás.

Mi estómago se sentía pegado, pero logré guardar las fuerzas necesarias para hacer un hoyo junto a Juan. Me eché aquí dentro y me cobijé con unos puños de tierra. Lo único que me queda es el pensamiento. Tal vez así, encajada sobre la tierra, pueda algún día convertirme, por vez primera, en un ser verdaderamente vivo.




Orly Cortés
15 de agosto de 2012