A Juan lo mató un
dolor de muela. La intenté extraer una y otra vez con todas las fuerzas que me
quedaban. Estaba arraigada y nunca lo soltó hasta que sus encías secas de
muerto le dejaron de servir. Primero lo volvió loco y luego logró que me rogara
por su muerte. El peor temor de Juan era sucumbir en la calle y quedar
momificado en la banqueta para que todos le pasaran por encima. El mío era
quedarme sola de verdad, que el dolor lo matara lejos de casa y yo terminara así,
sin siquiera el cuerpo de mi esposo que me hiciera compañía.
Por ese entonces ya
era difícil encontrar alimento. La tierra muerta era nuestro reflejo perfecto.
Estaba ahí y sólo servía para marcar los pasos, pero nada vivo salía de ella.
La gente se moría en la calle como si fuera chupada por el pavimento y nadie se
molestaba en recogerlos. Se quedaban ahí, encajados como fósiles sin podrirse.
Curiosamente, todos morían con la boca cerrada, lo cual hacía imposible mi
labor de buscar piezas valiosas dentro de sus bocas.
Pero Juan murió
con la boca abierta, ofrendándome su interior. En su lengua marchita reposaba
la muela, retándome a que la aventara lejos de ahí. Lo enterré en lo que alguna
vez fue nuestro jardín. Él es mi muerto y de nadie más. Sepulté a Juan debajo
de donde existió el limonero y a la muela en la esquina opuesta: la odiaba,
pero había sido parte de él y no encontré el valor para deshacerme de ella.
Desde que
cercaron la ciudad, los días pasaron como procesión de muertos. Los objetos
cotidianos se desvanecieron primero y después la comida comenzó a escasear.
Algunas personas se aferraron a cosas como los coches. Cuando aún había alimento,
no era raro ver a los conductores prometiendo un pan a la gente a cambio de
jalar sus autos como si fueran caballos. A mí nunca me molestó no tener ni una
bicicleta. No hay necesidad de ir tan lejos. No hay para qué. Ya no existen los
dóndes.
Juan no me creyó
cuando le dije que la ciudad se iba a cerrar definitivamente. Más allá de ella
sólo quedaban los muertos rellenos de plomo y un mundo que contempló nuestro
fin sin importarle. El aeropuerto fue lo primero en clausurarse, y cuando eso
pasó, muchos se fueron a buscar a los familiares que pensaban que les quedaban
en provincia. Dicen que ellos se hicieron de las armas que se iban encontrando
en el camino y que ahora sus cuerpos están regados por los caminos de lo que
alguna vez fue nuestro país.
Nos gustaba
caminar por las calles moribundas. Al principio, veíamos cómo la gente cazaba
perros como queriendo no alcanzarlos. Cuando los agarraban, sólo les veíamos la
sonrisa acartonada y los ojos de arrepentimiento.
No tardamos en
ver a la gente matándose entre sí por un poco de agua. De vez en cuando pasaban
unas pipas que mandaba lo que aún llamábamos gobierno para la gente que tuviera
algo que dar a cambio. El resto de las personas anhelaban la lluvia para llenar
tinas y cubetas. A veces, logré conseguir agua potable a cambio de sacar unos
cuantos dientes adoloridos. Es todo lo que hacía ya: desenterrar dientes como
si fueran malas yerbas.
Poco después de
la muerte de Juan, se volvió más difícil conseguir comida. Cambié mi anillo de
compromiso por un gato magro y un kilo de sal. Sólo salía de casa para buscar
comida. Con tal de comer, una puede ignorar el olor a gente rancia, a sudor moribundo,
a la mugre de días.
Esa carne duró un
tiempo, pero fue la última que comí. Sola me resultaba más difícil salir a
conseguir comida. No podía dejar la casa abandonada por mucho tiempo y
arriesgarme a que un grupo me despojara. Me quedaban mis libros, por lo menos, y
trataba de disfrutar de ellos leyéndole en voz alta a Juan. Después de una
semana sin conseguir alimento, terminé por comer unas cuantas hojas, pero no
pude seguir, no tanto por el sabor o lo difícil que es masticarlas, sino porque
sentía que con cada bocado, con cada palabra devorada, me comía lo poco que me
quedaba de humana. Fue ese día cuando noté el verde sobre el lodo que cubría la
muela. Era un retoño demasiado pequeño como para poder distinguir de qué se
trataba, pero definitivamente era algo vivo. Pasaron los días hasta que poco a
poco, el brote fue teniendo forma. Ya no tuve duda: se trataba de un maíz.
Cuando estuvo
suficientemente grande lo corté y lo eché a hervir sobre un poco de agua de
lluvia. Estaba suave y lleno de pulpa. Mis labios secos se arrastraron sobre la
superficie carnosa mientras dentelleaba los granos, dándole vueltas. Recordé la
boca de Juan y a su saliva humedeciendo mi cuerpo entero mientras giraba en la
cama.
Estaba absorta en
la remembranza cuando un viejo conocido tocó a la puerta. Casi no lo reconocí
con el rostro chupado y los harapos sin forma. Olía bastante mal, considerando que
ya estábamos acostumbrados a los peores hedores. Su cara estaba desencajada y
su mano no paraba de sobar su mandíbula saltona. Extendió su mano ofreciéndome
un pedazo de pan rancio, que quién sabe de dónde sacaría. Era todo lo que tenía
para darme a cambio de la extracción de una muela que estaba acabando con su
cordura. Pensé otra vez en Juan, en su dolor, y no tuve corazón para aceptar el
pan que me ofreció.
Cuando estuve
sola con el molar recién extraído, decidí probar suerte y sembrarlo. El efecto
fue mucho más rápido que la primera vez, y a la mañana siguiente ya tenía una
planta bastante alta, lista para ser comida. Tuve la idea de hacerme de más
semillas. Tomando en cuenta que la muerte era egoísta y hacía que los cadáveres
sellaran sus bocas como guardando en secreto todos sus pecados, se me ocurrió
ofrecer un poco de maíz a cualquiera que estuviera dispuesto a darme uno de sus
dientes húmedos.
En esta ciudad la
palabra comida es más fuerte que el olor de cualquier guisado, y la mañana
siguiente ya había una fila inmensa de personas esperando en mi puerta, rogando
por un pedazo de maíz.
Así comencé a
cosechar. La gente se formaba afuera esperando a que yo abriera el nuevo
negocio. Una sola vez hubo un asesinato: un hombre trato de meterse en la fila.
La verdad no sé si haya sido por abuso o porque simplemente ya no recordaba lo
que eran las filas, pero la gente se le fue encima, arrancándole pedazos de
carne con los dientes para después escupirla y lo dejaron ahí, estampado en mi
banqueta como un recordatorio del canibalismo que en realidad siempre estuvo
presente en esta ciudad.
Amenacé con no
darle más maíz a nadie, y por un momento pensé que la turba se me iba a ir
encima, pero sólo me miraron con sus ojos cristalinos de animal arrepentido y
volvieron a la fila tranquilos y en paz. Me sorprendió lo fácil que había sido
controlar a la masa de mandíbulas que hace unos instantes habían desmenuzado a
un ser humano. Luego pensé que tal vez ya no quedaba alguien a quien se le
pudiera llamar así.
Me alegré por
primera vez en mucho tiempo: había conseguido otro medio de sustento en este
nuevo mundo en el que ya nadie necesitaba enderezarse los dientes o
tratárselos. Las personas me daban sus dientes y yo se los devolvía hechos maíz.
Por supuesto, yo ya no pasé hambre.
Pero en esta
ciudad, ya nada bueno podía durar y la esterilidad que abandonó a mi tierra se
apoderó de las bocas de las personas. Las filas se fueron haciendo más cortas.
Poco a poco me quedé sin semillas que plantar.
La gente dejó de
formarse en mi puerta y yo tuve que atrincherarme para escapar de su ira. Un
muro hecho de muebles fue suficiente para la debilidad de esos esqueletos forrados.
Por la ventana pude ver cómo algunos llegaban a aventar el maíz en mi acera y,
los que me alcanzaban a ver, me enseñaban cómo sus bocas, al sentirse
inservibles, se negaban a volver a abrir. Sus mandíbulas estaban trabadas y ni
siquiera podían hablar. Sus orificios se negaban a abrir de nuevo. No sólo los
dejé sin dientes: les quité las palabras.
Decidí guardar el
maíz que me quedaba el tiempo que durara y me resigné a vivir encarcelada en
este hocico obscuro que alguna vez llamé casa. Mi acortado estómago no pudo
seguirle el ritmo a la descomposición del alimento, por lo que terminó por
echarse a perder, dejando sólo un olor a boca añeja.
Me saqué la
primera muela con relativa facilidad y de ella salió una mazorca flaca y sin
mucha consistencia. La mastiqué lentamente y logré que me durara un par de
días. Con cada diente mío que sembraba, la cosecha era más estéril y dura. La
última muela acompañaba una succión espantosa en mi estómago. De ella salió el
maíz más grande y abundante que haya visto en mi vida, pero parecía de
porcelana. Lo herví mucho para ver si mis encías huérfanas lograban hacer
llegar a mi estómago los granos. No lo logré. Al primer intento, mis labios se
estrecharon para no separarse jamás.
Mi estómago se
sentía pegado, pero logré guardar las fuerzas necesarias para hacer un hoyo
junto a Juan. Me eché aquí dentro y me cobijé con unos puños de tierra. Lo
único que me queda es el pensamiento. Tal vez así, encajada sobre la tierra,
pueda algún día convertirme, por vez primera, en un ser verdaderamente vivo.
Orly
Cortés
15
de agosto de 2012