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sábado, 18 de octubre de 2014

Mujer semilla

A Juan lo mató un dolor de muela. La intenté extraer una y otra vez con todas las fuerzas que me quedaban. Estaba arraigada y nunca lo soltó hasta que sus encías secas de muerto le dejaron de servir. Primero lo volvió loco y luego logró que me rogara por su muerte. El peor temor de Juan era sucumbir en la calle y quedar momificado en la banqueta para que todos le pasaran por encima. El mío era quedarme sola de verdad, que el dolor lo matara lejos de casa y yo terminara así, sin siquiera el cuerpo de mi esposo que me hiciera compañía.

Por ese entonces ya era difícil encontrar alimento. La tierra muerta era nuestro reflejo perfecto. Estaba ahí y sólo servía para marcar los pasos, pero nada vivo salía de ella. La gente se moría en la calle como si fuera chupada por el pavimento y nadie se molestaba en recogerlos. Se quedaban ahí, encajados como fósiles sin podrirse. Curiosamente, todos morían con la boca cerrada, lo cual hacía imposible mi labor de buscar piezas valiosas dentro de sus bocas.

Pero Juan murió con la boca abierta, ofrendándome su interior. En su lengua marchita reposaba la muela, retándome a que la aventara lejos de ahí. Lo enterré en lo que alguna vez fue nuestro jardín. Él es mi muerto y de nadie más. Sepulté a Juan debajo de donde existió el limonero y a la muela en la esquina opuesta: la odiaba, pero había sido parte de él y no encontré el valor para deshacerme de ella.

Desde que cercaron la ciudad, los días pasaron como procesión de muertos. Los objetos cotidianos se desvanecieron primero y después la comida comenzó a escasear. Algunas personas se aferraron a cosas como los coches. Cuando aún había alimento, no era raro ver a los conductores prometiendo un pan a la gente a cambio de jalar sus autos como si fueran caballos. A mí nunca me molestó no tener ni una bicicleta. No hay necesidad de ir tan lejos. No hay para qué. Ya no existen los dóndes.

Juan no me creyó cuando le dije que la ciudad se iba a cerrar definitivamente. Más allá de ella sólo quedaban los muertos rellenos de plomo y un mundo que contempló nuestro fin sin importarle. El aeropuerto fue lo primero en clausurarse, y cuando eso pasó, muchos se fueron a buscar a los familiares que pensaban que les quedaban en provincia. Dicen que ellos se hicieron de las armas que se iban encontrando en el camino y que ahora sus cuerpos están regados por los caminos de lo que alguna vez fue nuestro país.

Nos gustaba caminar por las calles moribundas. Al principio, veíamos cómo la gente cazaba perros como queriendo no alcanzarlos. Cuando los agarraban, sólo les veíamos la sonrisa acartonada y los ojos de arrepentimiento.

No tardamos en ver a la gente matándose entre sí por un poco de agua. De vez en cuando pasaban unas pipas que mandaba lo que aún llamábamos gobierno para la gente que tuviera algo que dar a cambio. El resto de las personas anhelaban la lluvia para llenar tinas y cubetas. A veces, logré conseguir agua potable a cambio de sacar unos cuantos dientes adoloridos. Es todo lo que hacía ya: desenterrar dientes como si fueran malas yerbas.

Poco después de la muerte de Juan, se volvió más difícil conseguir comida. Cambié mi anillo de compromiso por un gato magro y un kilo de sal. Sólo salía de casa para buscar comida. Con tal de comer, una puede ignorar el olor a gente rancia, a sudor moribundo, a la mugre de días.

Esa carne duró un tiempo, pero fue la última que comí. Sola me resultaba más difícil salir a conseguir comida. No podía dejar la casa abandonada por mucho tiempo y arriesgarme a que un grupo me despojara. Me quedaban mis libros, por lo menos, y trataba de disfrutar de ellos leyéndole en voz alta a Juan. Después de una semana sin conseguir alimento, terminé por comer unas cuantas hojas, pero no pude seguir, no tanto por el sabor o lo difícil que es masticarlas, sino porque sentía que con cada bocado, con cada palabra devorada, me comía lo poco que me quedaba de humana. Fue ese día cuando noté el verde sobre el lodo que cubría la muela. Era un retoño demasiado pequeño como para poder distinguir de qué se trataba, pero definitivamente era algo vivo. Pasaron los días hasta que poco a poco, el brote fue teniendo forma. Ya no tuve duda: se trataba de un maíz.

Cuando estuvo suficientemente grande lo corté y lo eché a hervir sobre un poco de agua de lluvia. Estaba suave y lleno de pulpa. Mis labios secos se arrastraron sobre la superficie carnosa mientras dentelleaba los granos, dándole vueltas. Recordé la boca de Juan y a su saliva humedeciendo mi cuerpo entero mientras giraba en la cama.

Estaba absorta en la remembranza cuando un viejo conocido tocó a la puerta. Casi no lo reconocí con el rostro chupado y los harapos sin forma. Olía bastante mal, considerando que ya estábamos acostumbrados a los peores hedores. Su cara estaba desencajada y su mano no paraba de sobar su mandíbula saltona. Extendió su mano ofreciéndome un pedazo de pan rancio, que quién sabe de dónde sacaría. Era todo lo que tenía para darme a cambio de la extracción de una muela que estaba acabando con su cordura. Pensé otra vez en Juan, en su dolor, y no tuve corazón para aceptar el pan que me ofreció.

Cuando estuve sola con el molar recién extraído, decidí probar suerte y sembrarlo. El efecto fue mucho más rápido que la primera vez, y a la mañana siguiente ya tenía una planta bastante alta, lista para ser comida. Tuve la idea de hacerme de más semillas. Tomando en cuenta que la muerte era egoísta y hacía que los cadáveres sellaran sus bocas como guardando en secreto todos sus pecados, se me ocurrió ofrecer un poco de maíz a cualquiera que estuviera dispuesto a darme uno de sus dientes húmedos.

En esta ciudad la palabra comida es más fuerte que el olor de cualquier guisado, y la mañana siguiente ya había una fila inmensa de personas esperando en mi puerta, rogando por un pedazo de maíz.

Así comencé a cosechar. La gente se formaba afuera esperando a que yo abriera el nuevo negocio. Una sola vez hubo un asesinato: un hombre trato de meterse en la fila. La verdad no sé si haya sido por abuso o porque simplemente ya no recordaba lo que eran las filas, pero la gente se le fue encima, arrancándole pedazos de carne con los dientes para después escupirla y lo dejaron ahí, estampado en mi banqueta como un recordatorio del canibalismo que en realidad siempre estuvo presente en esta ciudad.

Amenacé con no darle más maíz a nadie, y por un momento pensé que la turba se me iba a ir encima, pero sólo me miraron con sus ojos cristalinos de animal arrepentido y volvieron a la fila tranquilos y en paz. Me sorprendió lo fácil que había sido controlar a la masa de mandíbulas que hace unos instantes habían desmenuzado a un ser humano. Luego pensé que tal vez ya no quedaba alguien a quien se le pudiera llamar así.

Me alegré por primera vez en mucho tiempo: había conseguido otro medio de sustento en este nuevo mundo en el que ya nadie necesitaba enderezarse los dientes o tratárselos. Las personas me daban sus dientes y yo se los devolvía hechos maíz. Por supuesto, yo ya no pasé hambre.

Pero en esta ciudad, ya nada bueno podía durar y la esterilidad que abandonó a mi tierra se apoderó de las bocas de las personas. Las filas se fueron haciendo más cortas. Poco a poco me quedé sin semillas que plantar.

La gente dejó de formarse en mi puerta y yo tuve que atrincherarme para escapar de su ira. Un muro hecho de muebles fue suficiente para la debilidad de esos esqueletos forrados. Por la ventana pude ver cómo algunos llegaban a aventar el maíz en mi acera y, los que me alcanzaban a ver, me enseñaban cómo sus bocas, al sentirse inservibles, se negaban a volver a abrir. Sus mandíbulas estaban trabadas y ni siquiera podían hablar. Sus orificios se negaban a abrir de nuevo. No sólo los dejé sin dientes: les quité las palabras.

Decidí guardar el maíz que me quedaba el tiempo que durara y me resigné a vivir encarcelada en este hocico obscuro que alguna vez llamé casa. Mi acortado estómago no pudo seguirle el ritmo a la descomposición del alimento, por lo que terminó por echarse a perder, dejando sólo un olor a boca añeja.

Me saqué la primera muela con relativa facilidad y de ella salió una mazorca flaca y sin mucha consistencia. La mastiqué lentamente y logré que me durara un par de días. Con cada diente mío que sembraba, la cosecha era más estéril y dura. La última muela acompañaba una succión espantosa en mi estómago. De ella salió el maíz más grande y abundante que haya visto en mi vida, pero parecía de porcelana. Lo herví mucho para ver si mis encías huérfanas lograban hacer llegar a mi estómago los granos. No lo logré. Al primer intento, mis labios se estrecharon para no separarse jamás.

Mi estómago se sentía pegado, pero logré guardar las fuerzas necesarias para hacer un hoyo junto a Juan. Me eché aquí dentro y me cobijé con unos puños de tierra. Lo único que me queda es el pensamiento. Tal vez así, encajada sobre la tierra, pueda algún día convertirme, por vez primera, en un ser verdaderamente vivo.




Orly Cortés
15 de agosto de 2012